Recuerdos medievales del bajo Aragón
El texto Recuerdos medievales del bajo Aragón
apareció publicado en 1976 en el Libro de
Aragón.[1]
Jean-Claude
Carrière nos aclara su origen: A finales de los años 70, en San José Purúa, Luis me
pidió escribir con él un capítulo para una revista aragonesa sobre su infancia
en Calanda, especialmente sobre los tambores de Calanda, que yo conocía, había
oído en sus películas y en la televisión, y que se llamaba "Recuerdos
medievales del Bajo Aragón". Paramos unos días de trabajar en el guión
¡sin decírselo a Silberman! para trabajar en una obra literaria, la única vez,
antes del libro, que trabajamos sobre obra literaria. Creo que se ha
publicado. Yo lo escribí en francés, y lo tradujo Luis. Este capítulo se corrigió muy poco para "Mi último suspiro", era muy importante para él el recuerdo infantil, sentía veneración por la época de su infancia, desde principios de siglo hasta la Primera Guerra Mundial. Jamás en su obra quería localizar una película en este período, para no violentar el tiempo de su infancia. Me contaba, por ejemplo, que un día, en un periódico de Zaragoza salía en primera página, como noticia principal, que un obrero se había herido por caer de una bicicleta, y me decía Luis: "aquel tiempo era maravilloso, no sería posible ahora, aquel tiempo de paz".[2]
publicado. Yo lo escribí en francés, y lo tradujo Luis. Este capítulo se corrigió muy poco para "Mi último suspiro", era muy importante para él el recuerdo infantil, sentía veneración por la época de su infancia, desde principios de siglo hasta la Primera Guerra Mundial. Jamás en su obra quería localizar una película en este período, para no violentar el tiempo de su infancia. Me contaba, por ejemplo, que un día, en un periódico de Zaragoza salía en primera página, como noticia principal, que un obrero se había herido por caer de una bicicleta, y me decía Luis: "aquel tiempo era maravilloso, no sería posible ahora, aquel tiempo de paz".[2]
Sobre el
texto Sánchez Vidal ha señalado: "Muchos de los mejores rasgos
estilísticos de su autor quedan aquí de manifiesto: economía de recursos, que
procede de la nitidez de los perfiles y la claridad de las imágenes evocadas;
enorme seguridad de trazo, aparentemente desmañado, pero resultado consciente
de quien está acostumbrado a mirar tras el objetivo de una cámara y constatar
fríamente lo más atroz, lo más delicado o lo más explosivo con igual serenidad,
reconduciendo todos los delirios y dispersiones irracionales hacia lo concreto.
Obviamente, es el tono documental de Las Hurdes: datos exactos, escuetos
y precisos dirigidos directamente hacia la eficacia y evocación del dibujo.
En él se
distribuyen estratégicamente, con la persistencia de sus obsesiones, los grandes
motivos de la poética de Buñuel: tambores de Calanda, constancia de la muerte a
partir del burro putrefacto, el erotismo, el anticlericalismo a través de la
crónica de El Motín (ya tan
buñuelesca), el carnuzo y la amputación en el Milagro de Miguel Pellicer, etc.,
etc."[3]
Este texto
de los años setenta Buñuel lo retocó y amplió en su libro Mi último suspiro. El
capítulo del libro que habla del tema recibió el nombre de Recuerdos de la Edad Media. A los tambores de Calanda le dedicó el
capítulo siguiente.
A
continuación hago una comparativa entre el texto original (columna de la
izquierda) y su revisión para el libro. Las ampliaciones de esta última están
subrayadas. Observen que varias de estas ampliaciones son para ampliar detalles relacionados con la religión.
En esta comparativa hay que tener en cuenta las siguientes aclaraciones:
En esta comparativa hay que tener en cuenta las siguientes aclaraciones:
·
La
única parte del texto Recuerdos
medievales del bajo Aragón que no
aparece en el libro Mi último suspiro está
escrito en letras rojas.
·
Los
temas de los tambores de Calanda y el milagro de Calanda no siguen en el libro
el orden del texto original y están mucho más desarrollados en su nueva
versión. Aquí no he incluido estos dos textos del libro por no hacer esta
página excesivamente larga.
Recuerdos
medievales del bajo Aragón
|
Mi
último suspiro
|
Apenas
contaba catorce años cuando salí de Aragón por primera vez. Iba invitado a
casa de una familia amiga que veraneaba en Vega de Pas (Santander). Al
atravesar el país vasco me quedé maravillado ante el paisaje, polo opuesto
del que hasta entonces había sido mi "hábitat". Nieblas, lluvia,
bosques húmedos de helechos y musgos... Esa impresión deliciosa todavía
persiste en mí. Adoro el Norte, el frío, la nieve y las grandes montañas
surcadas de torrentes.
Mi tierra del Bajo Aragón es fértil pero adusta y extremadamente seca. Podía transcurrir un año o incluso dos sin que las nubes bogaran por aquel cielo impasible. La angustia de la sequía era permanente. Cuando un cumulus aparecía tras las montañas algunos labradores y socios del Casino Industrial y Mercantil venían a mi casa, coronada en el tejado por un pequeño pitañar u observatorio, para acechar el lento avance de la nube y se entristecían: "Viento del Sur. Pasará de largo" Y en efecto, la nube se largaba sin regalar al campo ni una gota de agua.
En mi
pueblo —hablo de los años de mi adolescencia, hacia 1913—puede decirse que
vivíamos en plena Edad Media. Era una sociedad aislada, inmóvil, con una
diferencia de clases muy marcada. El respeto y subordinación del pueblo
trabajador hacia los señores era total. La vida del pueblo dirigida por las
campanas de la torre del Pilar se deslizaba horizontalmente en admirable y
ordenada quietud sobre todo si se la compara con la horrible vorágine y
prisa de nuestros días. Las campanas[4]
señalaban las horas religiosas: misas, vísperas, ángelus, toque de agonía,
sones de la campana grande, graves, profundos, para la muerte de un adulto o
la de otro bronce menos triste para la de un niño: arrebato en caso de
incendio o bandeo de gloria los Domingos y fiestas solemnes.
El pueblo
dista dieciocho km. de Alcañiz hasta donde se podía ir en tren desde
Zaragoza. Pocos forasteros llegaban a Calanda excepto en las fiestas del
Pilar o las ferias de Septiembre. Pero diariamente hacia medio día, aparecía
en medio de una gran polvareda la diligencia de Macán, tirada por mulas.
Traía el correo y algún que otro errabundo viajante de comercio. El primer automóvil
fue un Ford que compró Don Luis González en 1919. Era este persona liberal y
moderna, tipo perfecto de anticlerical decimonónico. Doña Trinidad, su
madre, de familia noble sevillana, viuda de un general que había sido ayudante
de Espartero, era una dama refinada de quien las señoras del pueblo evitaban
la amistad por culpa de ciertas indiscreciones de su servidumbre. Doña
Trinidad empleaba para sus abluciones íntimas un aparato cuyo uso
escandalizaba a las púdicas señoras, que indignadas, con amplio gesto
dibujaban su contorno muy parecido al de una guitarra.
Este mismo Don Luis jugó un papel importante cuando llegó al Bajo Aragón la plaga de la filoxera. Las viñas morían sin remedio. Los campesinos se negaban rotundamente a arrancar las cepas y a substituirlas por otras de vid americana. Un ingeniero agrónomo venido expresamente de Teruel colocaba en el salón de sesiones del Ayuntamiento un microscopio binocular con una muestra de la cepa hirviente de parásitos para que los del pueblo pudieran observarlos con sus propios ojos. A pesar de ello seguían negándose a sustituir las plantas enfermas por las resistentes a la plaga. Don Luis, arrancó todas sus vides y como le amenazaran de muerte se paseaba rifle al brazo por su viña recién plantada de vid americana. Esa tozudez colectiva, tan aragonesa, se rindió a la evidencia y pronto fue aceptado el cambio.
El Bajo
Aragón produce el aceite más fino de España. Algunos años la cosecha era
espléndida pero los de sequía, la arañuela dejaba los árboles mondos de
fruto. Campesinos de Calanda considerados como grandes especialistas eran
requeridos para la poda de olivos en Jaén y Córdoba. A principios del
invierno comenzaba la recolección y durante el trabajo los campesinos solían
cantar a dos voces la Jota Olivarera. Mientras los hombres subidos en
escaleras de mano golpeaban con una varita las ramas cargadas de fruto las
mujeres, las llegaderas, lo iban recogiendo del suelo. La Jota Olivarera es
dulce, melodiosa, delicada —al menos así la recuerdo— de curioso contraste
con la fuerza desgarrada del canto regional aragonés[6].
Otro
canto de entonces que me quedó grabado para siempre, flotando entre la
vigilia y el sueño, creo que hoy ha desaparecido ya que la melodía se
transmitía de viva voz, de generación en generación, y nunca fue registrado
en pentagrama, se llamaba el "canto de la aurora". Antes del
amanecer, un grupo de mozos recorría las calles para despertar a los
segadores que debían comenzar su faena al romper el día. Seguramente aún
viven algunos de aquellos "despertadores" que podrían transmitir
letra y melodía a un compositor a fin de que ese canto no desaparezca para
siempre. Coro inefable, medio religioso medio profano, de una edad ya lejana
que me despertaba en plena noche. Pero durante todo el año una pareja de
serenos, pertrechados de farolillos y chuzo, velaban nuestro sueño:
"Alabado sea Dios" gritaba el uno y le respondía el otro: "Por
siempre sea alabado" "Las once" "Sereno" y raramente
¡qué alegría!, "Nublado" o inesperado: "Lloviendo".
Los viernes por la mañana venían a sentarse junto a los muros de la iglesia, frente a mi casa, una docena de hombres y mujeres de edad avanzada: los pobres de solemnidad del pueblo. Un criado de mi casa entregaba a cada uno un trozo de pan, que besaban respetuosamente, acompañado de una moneda de diez céntimos, generosa limosna si se compara "con el centimico por barba" que daban otros ricos del pueblo.
Según
parece los famosos tambores[7]
de Semana Santa datan de fines del siglo XVIII, costumbre desaparecida a
principios de este siglo. Fue Mosén Vicente Allanegui quien la revivió y
organizó. Tocan casi sin interrupción desde medio día del Viernes Santo
hasta la misma hora del Sábado. Su ruido evoca las tinieblas y el entrechocar
de rocas que sacudieron el mundo en el momento de la muerte de Cristo. Y en
efecto, a su conjuro sonoro la tierra tiembla, los muros se estremecen y a
través de los pies suben hasta el pecho las vibraciones del suelo. Aplicando
la mano a una pared puede comprobarse ese casi increíble fenómeno. En mi
tiempo apenas golpeaban el parche unos doscientos tamborileros. Hoy pasan de
mil entre bombos y tambores.
También
recuerdo mis primeros encuentros con la muerte[8],
que junto a una profunda fe religiosa y al despertar del instinto sexual
componen el marco vivencial de mi adolescencia. Cierto día me paseaba con mi
padre por un olivar cuando la brisa llevó hasta mi olfato un olor dulzón y
repugnante. A unos cien metros de nosotros un burro muerto horriblemente
hinchado servía de banquete a una docena de buitres. El espectáculo me atraía
y a la vez me repelía. Ahítas, las aves apenas podían levantar el vuelo. Los
campesinos no enterraban las bestias muertas por creer que al descomponerse
abonaban la tierra. Quedé como fascinado ante aquella visión y aparte de su
grosero materialismo tuve una vaga intuición de su significado metafísico. Mi
padre me tomó de un brazo y me alejó de allí.
En otra
ocasión un rabadán de nuestro rebaño por una discusión estúpida recibió una
puñalada en la espalda que le causó la muerte. Los mozos solían llevar en la
faja un buen cuchillo. La autopsia tuvo lugar en la capilla del cementerio,
realizada por el médico del pueblo asistido por el practicante que ejercía a
la vez el oficio de barbero. Estaban también allí cuatro o cinco personas,
amigas del médico, como espectadores, y yo conseguí mezclarme entre ellas.
Las rondas de aguardiente menudeaban y en ellas participé ansiosamente para
conservar el valor que comenzaba a flaquear al oír el ruido de la sierra
abriendo el cráneo o el chasquido sordo de las costillas al romperlas. Mi
embriaguez fue sensacional. Tuvieron que llevarme a casa donde mi padre me
castigó severamente por ebrio y por "sádico".
Y los
entierros de gente humilde con el ataúd en la plaza frente a la puerta
abierta de la iglesia. Los curas cantaban allí el responso, el párroco daba
vuelta alrededor del féretro mientras lanzaba agua bendita con el hisopo y
luego entreabriendo la tapa echaba sobre el pecho del cadáver una paletada de
ceniza. La campana de voz profunda seguía sonando y al comenzar la
conducción a brazo del ataúd al cementerio los gritos desgarradores de la
madre: "Ay, hijo mío de mi alma. Qué sola me dejas. Ya no te volveré a
ver más."
La muerte
siempre presente como en la Edad Media.
En
contraste, la alegría de vivir era más fuerte. Los placeres, siempre
deseados, resultaban más intensos. Cuantos mayores obstáculos se interponen
entre el deseo y su realización tanto más intenso es el goce. Lo mismo ocurre con el amor. La facilidad llega a convertir
en superficiales las grandes emociones. La belleza hay que conquistarla. En
Zaragoza nos repartían en Octubre el programa de los conciertos que la sociedad
filarmónica preparaba para el invierno. Había que esperar meses hasta llegar
a oír, por ejemplo, la Quinta Sinfonía. Con qué impaciencia aguardábamos ese
momento que al llegar nos producía una satisfacción indescriptible, una
alegría casi divina. Hoy basta apretar el botón de una radio o de un
toca-discos y la música se hace. Pero no hay duda de que el placer no es el
mismo por muy Hi-Fi o estereofónico que sea el aparato. La saturación
debilita el goce.
A pesar
de su sinceridad y de lo vivo de nuestra fe no podíamos frenar una impulsión
sexual permanente. A los doce años todavía pensaba que los niños venían de
París hasta que un amigo algo mayor que yo me inició en ese gran misterio. A partir de aquel momento comenzó la función tiránica
del sexo. La más excelsa virtud, según la enseñanza que habíamos
recibido, era la castidad que al chocar ahora con el instinto originaba un
terrible conflicto y un sentimiento de culpa al infringir, solo fuera de
pensamiento, esa virtud.
En verano, durante las horas de la siesta, bajo un calor tórrido y con el bordoneo de las moscas en las calles vacías nos reuníamos algunos muchachos de mi edad en la penumbra de un comercio de paños con las puertas cerradas y las cortinas echadas. Allí el dependiente nos mostraba unas revistas "eróticas" que Dios sabe como habían llegado a sus manos: La Hoja de Parra y el K.D.T. que ofrecía reproducciones más realistas que los torpes dibujos de la Hoja. Esas revistas prohibidas resultarían hoy de una inocencia prístina. Lo más que podía descubrirse era el nacimiento de un muslo o el de un seno pero ello bastaba para avivar nuestro deseo o encender nuestras confidencias. La total separación de hombres y mujeres hacia más apremiante nuestra impulsión.
Don
Leoncio, uno de los médicos del pueblo, de saberlo se hubiera reído de
nuestro conflicto de conciencia. Era un espíritu fuerte, republicano
acérrimo, anticlerical. Tenía su despacho empapelado de arriba a abajo con
las portadas en colores del MOTIN, revista anarquista y ferozmente
anticlerical muy popular en la España de entonces. Recuerdo una de aquellas
portadas. Dos curas bien metidos en carnes guiaban un cochecillo al extremo
de cuyas riendas y tirando del mismo aparecía Cristo sudando y con el rostro
contraído por el esfuerzo. Para percatarse de lo que era esa revista véase
como describía una algarada o manifestación obrera ocurrida en Madrid con
sus consiguientes apaleos y heridos. "Ayer tarde un grupo de obreros
ascendía tranquilamente por la calle de la Montera hacia la Red de San Luis
cuando vieron bajar por la acera opuesta dos curas. Ante tal provocación ...
etc."
Pero nuestra
fe seguía intacta. Jamás hubiéramos puesto en duda el milagro de Miguel
Pellicer[9],
a quien la Virgen del Pilar una noche durante su sueño, con ayuda de dos
ángeles, le repuso intacta la pierna que un año antes le habían amputado;
"pierna muerta y sepultada". Mi padre regaló al Pilar de Calanda un
paso con figuras de tamaño natural representando el milagro, que luego
durante la guerra civil fue destruido.**
Mi
familia iba a Calanda únicamente a pasar el verano. Mi padre al regresar de
Cuba, donde consiguió reunir una pequeña fortuna, hizo construir una casa que
llenaba de admiración a aquellas gentes sencillas hasta el punto de que
venían a visitarla de los pueblos cercanos. Estaba decorada y amueblada al
gusto de la época, al "mal gusto" de la época, que con el tiempo se
ha reivindicado en la historia del arte. El máximo representante de ese
estilo en España fue Gaudí, hoy considerado como un genio de la arquitectura.
Cuando el
gran portalón de la casa se abría para dar paso a alguien podían verse, sentadas
o de pié, en la acera algunas niñas de unos ocho a diez años de edad que
miraban asombradas el para ellas "lujoso" interior. Casi todas
sostenían en los brazos un hermanillo de muy corta edad incapaz de espantarse
las moscas que iban a posarse ya fuera en los lagrimales ya en las comisuras
de sus labios. Las madres de estas infantiles niñeras se hallaban trabajando
en el campo o trajinando en la casa para luego preparar las judías con
patatas de la cena, alimento fundamental y permanente de la clase jornalera.
Fuera del
pueblo a orillas del río Guadalope teníamos una finca de recreo con frondoso
y bien trazado jardín a donde iba diariamente la familia en pleno,
trasladada en dos jardineras tiradas por sendos caballos. Nuestra cochada de
niños felices se cruzaba a menudo con algún chico descalzo que en un
miserable capazo iba recogiendo de la carretera excrementos de caballería
que el padre emplearía luego para abonar su pequeño trozo de huerta. Esta
visión humilde y desgarradora nos dejaba totalmente indiferentes.
Muchas
noches cenábamos en el jardín con la abundante y rica pitanza alumbrada por
lámparas de carburo. Vida ociosa, dulce, espléndida. Si en vez de contarme
entre los "señores" hubiera formado parte de los que trabajaban la
tierra con el sudor de su frente mis recuerdos serían tal vez menos
halagüeños.
Estábamos
sin duda al cabo de un orden muy antiguo. El intercambio comercial era escaso
y la elaboración del aceite la única industria del pueblo. De fuera llegaban
telas, artículos de ferretería... medicamentos, mejor dicho, los productos
necesarios para elaborarlos pues el boticario los componía él mismo según la
fórmula de la receta médica.
Los
oficios y artesanías locales proveían a las necesidades del vecindario:
guarnicionero, hojalatero, herrero, hornero, maestro albañil, tejedor de
paños de los de lanzadera y telar, cantareros fabricantes de primitivos
cuencos y botijos, etc. La economía de tipo agrícola era semi feudal. El
propietario de tierras cedía su cultivo a un mediero quien al recoger la
cosecha debía entregar la mitad al dueño de la tierra.
En
Calanda ya no hay pobres que salgan los viernes a solicitar un trozo de pan.
Hoy es relativamente un pueblo rico, la gente viste bien, al día, ya
desaparecida la indumentaria típica de calzón, banda y cachirulo. Hay
alcantarillado, agua corriente, calles asfaltadas, cines, bares, tele a todo
pasto que como en el resto del mundo colabora eficazmente al embrutecimiento
y extroversión del espectador. Hay autos, motocicleta, refrigeradores. Hay
felicidad material proporcionada por nuestra "estupenda" sociedad
de consumo cuyo progreso tecnológico y científico relega a segundo plano el
desarrollo de los mejores valores —moral y espiritual— del hombre. La
entropía o caos se anuncia ya con el síndrome angustioso de la explosión
demográfica.
He tenido
la suerte de que mi infancia transcurriese en la Edad Media, edad
"dolorosa y exquisita" así calificada por el escritor francés
Huysmans: dolorosa en la vida material; espiritualmente exquisita. Justo lo
contrario de hoy.
|
Tendría
yo trece o catorce años cuando salí de Aragón por primera vez. Iba invitado a
casa de unos amigos de mi familia que veraneaban en Vega de Pas, cerca de
Santander. Al atravesar el país vasco, descubrí, maravillado, un paisaje
nuevo, inesperado, totalmente distinto del que había conocido hasta entonces.
Veía nubes, lluvia, bosques encantados por la bruma, musgo húmedo en las
piedras... Fue una impresión deliciosa que siempre perdurará. Soy un enamorado
del Norte, del frío, de la nieve y de los grandes torrentes de las montañas.
La tierra
del Bajo Aragón es fértil, pero polvorienta y terriblemente seca. Podía pasar
un año y hasta dos sin que se viera congregarse las nubes en el cielo
impasible. Cuando, por casualidad, un cúmulo aventurero asomaba tras los
picos de las montañas, unos vecinos, dependientes de una tienda de
ultramarinos, venían a llamar a nuestra casa, sobre cuyo tejado se levantaba el
aguilón de un pequeño observatorio. Desde allí contemplaban durante horas el
lento avance de la nube y decían, sacudiendo tristemente la cabeza:
—Viento
del Sur. Pasará lejos.
Tenían
razón. La nube se alejaba sin soltar ni una gota de agua.
Un año
de angustiosa sequía, en el pueblo vecino de Castelceras, el vecindario, con
los curas a la cabeza, organizó una rogativa para pedir la gracia de un
chaparrón. Aquel día, negras nubes se cernían sobre el pueblo. La rogativa
parecía casi inútil.
Desgraciadamente,
antes de que terminara la procesión, se habían disipado las nubes y volvía a
lucir un sol abrasador. Entonces, unos brutos como los hay en todos los
pueblos, cogieron la imagen de la Virgen que abría el cortejo y, al pasar por
un puente, la tiraron al río Guadalope.
Se puede
decir que en el pueblo en que yo nací (un 22 de febrero de 1900) la Edad
Media se prolongó hasta la Primera Guerra Mundial. Era una sociedad aislada e
inmóvil, en la que las diferencias de clases estaban bien marcadas. El
respeto y la subordinación del pueblo trabajador a los grandes señores, a los
terratenientes, profundamente arraigados en las antiguas costumbres, parecían
inmutables. La vida se desarrollaba, horizontal y monótona, definitivamente
ordenada y dirigida por las campanas de la iglesia del Pilar. Las campanas
anunciaban los oficios religiosos (misas, vísperas, ángelus) y los hechos de
la vida cotidiana, con el toque de muerto y el toque de agonía. Cuando un
vecino del pueblo se encontraba en trance de muerte, una campana doblaba
lentamente por él; una campana grande, profunda y grave para el último
combate de un adulto; una campana de un bronce más ligero para la agonía de
un niño. En los campos, en los caminos y en las calles la gente se paraba
y preguntaba: «¿Quién se está muriendo?»
También
me acuerdo del toque de rebato, en caso de incendio, y de los repiques
gloriosos de los domingos de fiesta grande.
Calanda
contaba menos de cinco mil habitantes. Este pueblo grande de la provincia de
Teruel que no ofrece nada de particular a los turistas apresurados, está
situado a dieciocho kilómetros de Alcañiz. En Alcañiz paraba el tren que nos
traía de Zaragoza. En la estación nos esperaban tres coches de caballos.
El más grande se llamaba «jardinera». Luego estaban la «galera», que era un
coche cerrado y una carreta pequeña de dos ruedas. Como éramos familia
numerosa y llegábamos cargados de maletas y acompañados por los criados,
viajábamos amontonados en los tres coches. Tardábamos casi tres horas en
recorrer los dieciocho kilómetros que había hasta Calanda, bajo un sol de
justicia; pero no recuerdo haberme aburrido ni un minuto.
Salvo en
las fiestas del Pilar y la feria de setiembre, en Calanda había pocos
forasteros. Todos los días, a eso de las doce y media, seguida por un
remolino de polvo, aparecía la diligencia de Macán, tirada por un tronco de
mulas. Traía el correo y, de vez en cuando, algún viajante de comercio
errabundo. En el pueblo no se vio un automóvil hasta 1919.
Lo compró
un tal don Luis González, hombre liberal, moderno e, incluso, anticlerical.
Doña Trinidad, su madre, era viuda de un general y pertenecía a una aristocrática
familia sevillana. Aquella distinguida dama fue víctima de las indiscreciones
de sus criadas. Y es que, para sus abluciones íntimas, utilizaba un aparato escandaloso,
cuya forma de guitarra esbozaban con amplio ademán las señoras de la buena
sociedad de Calanda que, por culpa de aquel bidet, estuvieron mucho tiempo
sin dirigir la palabra a doña Trinidad.
Aquel mismo don Luis tuvo una actuación decisiva cuando los viñedos de Calanda fueron atacados por la filoxera. Las viñas se morían sin remedio, pero los campesinos se negaban obstinadamente a arrancarlas y sustituirlas por cepas americanas, como se hacía en toda Europa. Un ingeniero agrónomo llegado especialmente de Teruel instaló en el salón del Ayuntamiento un microscopio que permitía examinar el parásito. Como si nada. Los campesinos seguían negándose a cambiar las cepas. Entonces don Luis, para dar ejemplo, mandó arrancar todas las suyas. Como había recibido amenazas de muerte, se paseaba por sus viñedos con una escopeta en la mano. Obstinación colectiva típicamente aragonesa y tardíamente vencida.
El Bajo Aragón
produce el mejor aceite de oliva de España y quizá del mundo. La cosecha,
espléndida algunos años, estaba siempre amenazada por la sequía que podía
dejar los árboles sin hojas. Algunos campesinos de Calanda iban todos los
años a Andalucía para la poda de los árboles en las provincias de Córdoba y
Jaén, ya que eran tenidos por grandes especialistas. A principios de invierno
empezaban a cosecharse las aceitunas. Durante el trabajo, los campesinos
cantaban la Jota Olivarera. Los hombres, subidos a las escaleras, golpeaban
las ramas con la vara y las mujeres recogían el fruto que caía al suelo. La
Jota Olivarera es dulce, melodiosa y delicada. Por lo menos, en mi recuerdo.
Contrasta fuertemente con las notas vibrantes y recias del canto regional
aragonés.
Conservo en
la memoria, a mitad del camino entre la vigilia y el sueño, otro canto de
aquel tiempo, que tal vez se haya perdido ya, pues la melodía se transmitía
de viva voz de generación en generación, sin que nadie la escribiera. Era el
Canto de la Aurora. Antes del amanecer, un grupo de muchachos recorría las
calles para despertar a los vendimiadores que debían ir al trabajo a primera hora.
Quizás algunos de aquellos «despertadores» vivan todavía y recuerden la letra
y la música. Canto magnífico, mitad religioso y mitad profano, venido de una
época ya lejana. Aquel canto me despertaba en plena noche en la época de la
vendimia. Después, volvía a dormirme.
Una
pareja de serenos, armados de chuzo y farol, nos arrullaban durante el resto
del año: «Alabado sea Dios», gritaba uno: «Sea por siempre alabado»,
respondía el otro. Y el primero seguía: «Las once. Sereno.» O, de vez en
cuando (¡qué alegría!): «Nublado.» Y, a veces (¡milagro!): «¡Lloviendo!»
Calanda
poseía ocho almazaras. Uno de aquellos molinos de aceite era ya hidráulico,
pero los demás funcionaban como en tiempos de los romanos: una piedra cónica,
arrastrada por caballos o muías, molía las aceitunas sobre otra piedra.
Parecía que nada iba a cambiar. Los mismos gestos y los mismos deseos se
transmitían de padre a hijo y de madre a hija. Apenas se oía hablar del
progreso, que pasaba de largo, como las nubes.
LA
MUERTE, LA FE, EL SEXO
Los viernes por la mañana, una docena de hombres y mujeres de edad se sentaban frente a nuestra casa, apoyados en la pared de la iglesia. Eran los pobres de solemnidad. Uno de los criados salía y daba a cada uno un pedazo de pan, que ellos besaban respetuosamente, y una moneda de diez céntimos, limosna generosa comparada con el «céntimo por barba» que solían dar los otros ricos del pueblo.
(En Mi último suspiro el texto referente a
los tambores de Calanda aparece mucho más adelante y es por eso que no se
menciona aquí)*
En
Calanda tuve yo mi primer contacto con la muerte que, junto con una fe profunda
y el despertar del instinto sexual, constituyen las fuerzas vivas de mi
adolescencia. Un día, mientras paseaba con mi padre por un olivar, la brisa
trajo hasta mí un olor dulzón y repugnante. A unos cien metros, un burro
muerto, horriblemente hinchado y picoteado, servía de banquete a una docena
de buitres y varios perros. El espectáculo me atraía y me repelía a la vez.
Las aves, de tan ahítas, apenas podían levantar el vuelo. Los campesinos,
convencidos de que la carroña enriquecía la tierra, no enterraban a los
animales. Yo me quedé fascinado por el espectáculo, adivinando no sé qué
significado metafísico más allá de la podredumbre. Mi padre me agarró del
brazo y se me llevó de allí.
Otra vez,
uno de los pastores de nuestro rebaño recibió una puñalada en la espalda
durante una discusión estúpida, y murió. Todos los hombres llevaban una
navaja metida en la faja.
Le
hicieron la autopsia en la capilla del cementerio el médico del pueblo y su
ayudante que ejercía, además, el oficio de barbero. Estaban presentes cuatro
o cinco personas más, amigas del médico. Yo conseguí colarme.
La
botella de aguardiente pasaba de mano en mano y yo bebía ávidamente, para
darme valor, pues mi presencia de ánimo empezó a flaquear cuando oí el
chirrido de la sierra que abría el cráneo del difunto y el chasquido de las
costillas que le partían una a una. Tuvieron que llevarme a casa,
completamente borracho. Mi padre me castigó severamente por embriaguez y
«sadismo».
En los
entierros de la gente del pueblo, el féretro se colocaba frente a la puerta
de la iglesia, abierta de par en par. Los curas cantaban y un vicario daba la
vuelta al escuálido catafalco rociándolo de agua bendita y echaba una pala de
ceniza en el pecho del muerto, después de levantar un instante el velo que
lo cubría (en la escena final de Cumbres borrascosas se advierte
una reminiscencia de esta ceremonia). La campana grande tocaba a muerto. En
cuanto los hombres cogían el féretro para llevarlo en andas al cementerio,
situado a unos centenares de metros del pueblo, empezaban a oírse los gritos
de la madre: «¡Ay, hijo mío! ¡Qué sola me dejas! ¡Ya no volveré a verte!» Las
hermanas del difunto y demás mujeres de la familia, a veces incluso las
vecinas o amigas, unían sus lamentos a los de la madre, formando un coro de
plañideras.
La muerte
hacía sentir constantemente su presencia y formaba parte de la vida, al igual
que en la Edad Media,
Lo
mismo que la fe, Nosotros, profundamente anclados en el catolicismo romano,
no podíamos poner en duda ni un instante ninguno de sus dogmas. Yo tenía un
tío sacerdote que era una bellísima persona. Lo llamábamos tío Santos. En
verano, me enseñaba latín y francés, y yo le ayudaba a decir misa. También
formé parte del coro musical de la Virgen del Carmen. Éramos siete u ocho. Yo
tocaba el violín, un amigo, el contrabajo y el rector de los escolapios de
Alcañiz, el violoncelo. Todos juntos, con unos cantores de nuestra edad,
actuamos una veintena de veces. Solían invitarnos al convento de las
carmelitas —después, de los dominicos— que estaba a la salida del pueblo y
había sido fundado a fines del siglo XIX por un tal Forton, vecino de
Calanda, esposo de una aristocrática dama de la familia Cascajares. Era un
matrimonio muy devoto que no faltaba a misa ni un solo día. Después, a
principios de la Guerra Civil, todos los dominicos de aquel convento fueron
fusilados.
Calanda
tenía dos iglesias y siete curas, más el tío Santos que, después de un
accidente —se cayó por un barranco yendo de cacería—, hizo que mi padre lo
tomara de administrador.
La
religión[10]
era omnipresente, se manifestaba en todos los detalles de la vida. Por
ejemplo, yo jugaba a decir misa en el granero, con mis hermanas de
feligresas. Tenía varios ornamentos litúrgicos de plomo, un alba y una
casulla.
EL
MILAGRO CALANDA
(El texto
de Mi último suspiro referente al
milagro de Calanda aparece al final)**
La muerte
y la fe. Presencia y potencia.
En
contraste, la alegría de vivir era por ello más intensa. Los placeres,
siempre deseados, se saboreaban mejor cuando podía uno satisfacerlos. Los
obstáculos aumentaban el gozo.
Pese a
nuestra fe sincera, nada podía calmar una curiosidad sexual impaciente y un
deseo permanente, obsesivo. A los doce años, yo aún creía que los niños
venían de París (aunque sin la cigüeña; que llegaban, sencillamente, en tren
o automóvil), hasta que un compañero que tenía dos años más que yo —y que
sería fusilado por los republicanos— me inició en el gran misterio; Comenzaron
entonces las discusiones, las suposiciones, las explicaciones vagas, el
aprendizaje del onanismo, en otras palabras, la función tiránica del sexo, un
proceso, en suma, que han conocido todos los chavales del mundo. La más
excelsa virtud, nos decían, es la castidad. Ella es indispensable para una
vida digna. Las durísimas batallas del instinto contra la castidad, aunque no
pasaran de simples pensamientos, nos daban una abrumadora sensación de
culpabilidad. Los jesuitas nos decían, por ejemplo:
—¿Sabéis
por qué Cristo no respondió a Herodes cuando éste le interrogó? Porque
Herodes era un hombre lascivo, vicio por el que nuestro Salvador sentía una
profunda aversión.
¿Por
qué hay en la religión católica ese horror al sexo? A menudo me lo he
preguntado. Sin duda, por razones de todo tipo, teológicas, históricas,
morales y también sociales.
En una
sociedad organizada y jerarquizada, el sexo, que no respeta barreras ni
leyes, en cualquier momento puede convertirse en factor de desorden y en un
verdadero peligro. Sin duda por este motivo, algunos padres de la Iglesia y
santo Tomás de Aquino muestran una acusada severidad al tratar el vidrioso
tema de la carne. Santo Tomás pensaba, incluso, que el acto del amor entre
marido y mujer constituye casi siempre pecado venial, ya que es imposible
ahogar toda concupiscencia. Y la concupiscencia es mala por naturaleza. El
deseo y el placer son necesarios, ya que así lo quiere Dios; pero habría que
desterrar del acto carnal toda imagen de concupiscencia (que es el simple
deseo de amor), todo pensamiento impuro, en favor de una sola idea: traer al
mundo a un nuevo servidor de Dios.
Es
claro, y así lo he dicho a menudo, que esta prohibición implacable crea un
sentimiento de pecado que puede ser delicioso. Es lo que a mí me ocurrió
durante años. Asimismo, y por razones que no se me alcanzan, he encontrado
siempre en el acto sexual una cierta similitud con la muerte, una relación
secreta pero constante. Incluso he intentado traducir este sentimiento
inexplicable a imágenes, en Un chien andalou, cuando el hombre
acaricia los senos desnudos de la mujer y, de pronto, se le pone cara de
muerto. ¿Será porque durante mi infancia y mi juventud fui víctima de la
opresión sexual más feroz que haya conocido la Historia?
En
Calanda, los jóvenes que podían permitírselo, iban dos veces al año al burdel
de Zaragoza. Un año —era ya en 1917—, en las fiestas del Pilar, un café de
Calanda contrató camareras. Durante dos días, aquellas muchachas,
consideradas de costumbres ligeras, tuvieron que soportar los rudos pellizcos
(pizcos, en aragonés) de la
clientela, hasta que se hartaron y se despidieron. Desde luego, los clientes
no iban más allá del pellizco. Si hubieran intentado otra cosa, en seguida
habría intervenido la Guardia Civil.
Este
placer maldito, tanto más apetecible sin duda por cuanto que nos era
presentado como un pecado mortal, tratábamos de imaginarlo, jugando a los
médicos con las niñas y observando a los animales. Un compañero llegó a
intentar descubrir las intimidades de una mula, sin otro resultado que una
caída del taburete al que se había subido. Afortunadamente, ignorábamos
incluso la existencia de la sodomía.
En
verano, a la hora de la siesta, con un calor agobiante y las moscas zumbando
en las calles vacías, nos reuníamos en una tienda de tejidos, en penumbra,
con las puertas cerradas y las persianas echadas. El dependiente nos prestaba
revistas «eróticas» (sabe Dios cómo habrían, llegado hasta allí), La hoja de parra, por ejemplo, o K.D.T., cuyas reproducciones tenían un
mayor realismo Hoy aquellas revistas prohibidas parecerían de una inocencia
angelical; Apenas se alcanzaba a distinguir el nacimiento de una pierna o de
un seno, lo cual bastaba para atizar nuestro deseo e inflamar nuestras confidencias.
La total separación entre hombres y mujeres hacía más ardorosos nuestros
torpes impulsos. Aún hoy, al recordar mis primeras emociones sexuales, me
parece volver a percibir los olores de las telas.
En San
Sebastián, cuando yo tenía trece o catorce años, las casetas de baño nos
ofrecían otro medio de información. Las casetas estaban divididas por un
tabique. Era muy fácil meterse en uno de los compartimientos y mirar por un
agujero a las señoras que se desnudaban al otro lado.
En
aquella época, se pusieron de moda unos largos alfileres de sombrero que las
señoras, al saberse observadas, introducían en el agujero, sin reparo de
pinchar el ojo fisgón (después, en Él, recordé este detalle), A fin
de protegernos de los alfileres, nosotros poníamos un pedacito de vidrio en
las mirillas.
Uno de
los hombres más recios de Calanda, que se hubiera muerto de risa si llega a
enterarse de nuestros problemas de conciencia, era don Leoncio, uno de los
dos médicos, republicano acérrimo que había empapelado su despacho con las
páginas en color de la revista El Motín,
publicación anarquista y ferozmente anticlerical, muy popular en la España de
entonces. Aún recuerdo uno de aquellos dibujos. Dos curas gordos, sentados en
una carreta y Cristo, enganchado a las varas, sudando y jadeando.
Para dar
una idea del talante de la revista, veamos cómo describía una manifestación
celebrada en Madrid, durante la cual unos obreros atacaron violentamente a
unos sacerdotes, hiriendo a varios transeúntes y rompiendo escaparates:
«Ayer por
la tarde, un grupo de obreros subían tranquilamente por la calle de la
Montera cuando, por la acera contraria, vieron bajar a dos sacerdotes. Ante
tal provocación...»
He citado
con frecuencia este artículo, como excelente ejemplo de «provocación».
No íbamos a Calanda más que en Semana Santa y en verano, y aun hasta 1913, en que descubrí el Norte y San Sebastián. La casa, que mi padre había mandado construir hacía poco, atraía a los curiosos, Iban a verla hasta de los pueblos vecinos. Estaba amueblada y decorada al gusto de la época, aquel «mal gusto» que ahora reivindica la historia del arte, y cuyo más brillante representante fue en España el catalán Gaudí.
Cuando se
abría la puerta principal para que entrara o saliera alguien, se veía a un
grupo de chiquillos, de ocho a diez años, sentados o de pie en las escaleras,
que miraban con asombro hacia el «lujoso» interior. La mayoría llevaban en
brazos a un hermanito o hermanita incapaz de espantarse las moscas del
lagrimal o de las comisuras de los labios. Las madres estaban en el campo o
en la cocina, preparando el puchero de patatas con judías, alimento básico y
permanente del hombre del campo.
A menos de
tres kilómetros del pueblo, cerca del río, mi padre mandó construir una casa a
la que llamamos La Torre. Alrededor, plantó un jardín con árboles frutales
que bajaba hasta un pequeño estanque, en el que nos esperaba una barca, y
hasta el río. Un canalillo de riego cruzaba el jardín, en el que el guarda
cultivaba hortalizas.
La
familia al completo —por lo menos, diez personas— íbamos todos los días a La
Torre en dos jardineras. Aquellas carretadas de chiquillería alegre se
cruzaban con frecuencia con niños desnutridos y harapientos que recogían en
un capazo el estiércol con el que su padre abonaría el huerto. Imágenes de
penuria que, al parecer, nos dejaban totalmente indiferentes.
A menudo,
cenábamos opíparamente en el jardín de La Torre, a la luz tenue de varias
lámparas de acetileno, y regresábamos de noche cerrada. Vida ociosa y sin
amenazas. Si yo hubiera sido uno de aquellos que regaban la tierra con sudor y
recogían el estiércol, ¿cuáles serían hoy mis recuerdos de aquel tiempo?
Nosotros
éramos seguramente los últimos representantes de un muy antiguo orden de cosas.
Escasos intercambios comerciales. Obediencia a los ciclos. Inmovilidad del
pensamiento. La fabricación de aceites constituía la única industria del
país. De fuera nos llegaban los tejidos, los objetos de metal, los
medicamentos, mejor dicho, los productos básicos de que se servía el
boticario para despachar las recetas del médico.
El
artesanado local cubría las necesidades más inmediatas: un herrador, un hojalatero,
cacharreros, un talabartero, albañiles, un panadero, un tejedor.
La
economía agrícola seguía siendo de tipo semifeudal. El propietario confiaba
las tierras a un aparcero, y éste le cedía la mitad de la cosecha.
Conservo
una veintena de fotografías hechas en 1904 y 1905 por un amigo de la familia.
Merced a un aparato de la época, se ven en relieve. Mi padre, fornido, con un
gran bigote blanco y, casi siempre, con sombrero cubano (salvo una en la que
está con canotier). Mi madre, a los veinticuatro años, morena, sonriendo a la
salida de misa, saludada por todos los notables del pueblo. Mis padres
posando con sombrilla y mi madre en burro (esta foto se llamaba «la huida a
Egipto»). Yo a los seis años en un campo de maíz con otros niños.
Lavanderas,
campesinos esquilando ovejas, mi hermana Conchita, muy pequeña, entre las
rodillas de su padre que charla con don Macario, mi abuelo dando de comer a
su perro, un pájaro muy hermoso en su nido...
Hoy en
Calanda ya no hay pobres que se sienten los viernes junto a la pared de la
iglesia para pedir un pedazo de pan. El pueblo es relativamente próspero, la
gente vive bien. Hace tiempo que desapareció el traje típico, la faja, el
cachirulo a la cabeza y el pantalón ceñido.
Las
calles están asfaltadas e iluminadas. Hay agua corriente, alcantarillas, cines
y bares. Como en el resto del mundo, la televisión contribuye eficazmente a
la despersonalización del espectador. Hay coches, motos, frigoríficos, un
bienestar material cuidadosamente elaborado, equilibrado por esta sociedad nuestra,
en la que el progreso científico y tecnológico ha relegado a un territorio
lejano la moral y la sensibilidad del hombre. La entropía —el caos— ha tomado
la forma, cada día más aterradora, de la explosión demográfica.
Yo tuve
la suerte de pasar la niñez en la Edad Media, aquella época «dolorosa y
exquisita» como dice Huysmans. Dolorosa en lo material. Exquisita en lo
espiritual. Todo lo contrario de hoy.
|
* LOS
TAMBORES DE CALANDA
Existe
en varios pueblos de Aragón una costumbre que tal vez sea única en el mundo, la
de los tambores del Viernes Santo. Se tocan tambores en Alcañiz y en Híjar.
Pero en ningún sitio, con una fuerza tan misteriosa e irresistible como en
Calanda.
Esta costumbre,
que se remonta a finales del siglo XVIII, se había perdido hacia 1900. Un cura
de Calanda, mosén Vicente Allanegui, la resucitó.
Los
tambores de Calanda redoblan sin interrupción, o poco menos, desde el mediodía
del Viernes Santo hasta la misma hora del sábado, en conmemoración de las
tinieblas que se extendieron sobre la tierra en el instante de la muerte de
Cristo, de los terremotos, de las rocas desmoronadas y del velo del templo
rasgado de arriba abajo. Es una ceremonia colectiva impresionante, cargada
de una extraña emoción, que yo escuché por primera vez desde la cuna, a los dos
meses de edad. Después, participé en ella en varias ocasiones, hasta hace pocos
años, dando a conocer estos tambores a numerosos amigos que quedaron tan
impresionados como yo. En 1980, durante mi último viaje a España, se reunió a
varios invitados en un castillo medieval cercano a Madrid y se les ofreció la
sorpresa de una alborada de tambores venidos especialmente de Calanda. Entre
los invitados figuraban excelentes amigos como Julio Alejandro, Fernando Rey y
José Luis Barros. Todos dijeron haberse sentido conmovidos sin saber por qué.
Cinco confesaron que incluso habían llorado.
Ignoro
qué es lo que provoca esta emoción, comparable a la que a veces nace de la
música, Sin duda se debe a las pulsaciones de un ritmo secreto que nos llega
del exterior, produciéndonos un estremecimiento físico, exento de toda razón,
Mi hijo Jean-Louis realizó un corto, Les tambours de Calanda, y yo utilicé ese
redoble profundo e inolvidable en varias películas, especialmente en La Edad de
oro y Nazarín,..
** EL
MILAGRO DE CALANDA
Nuestra fe
era realmente ciega —por lo menos, hasta los catorce años— y todos creíamos en
la autenticidad del célebre milagro de Calanda, obrado en el año de gracia de
1640. El milagro se atribuye a la Virgen del Pilar, llamada así porque se
apareció al apóstol Santiago en Zaragoza, encima de una columna, allá por los
tiempos de la dominación romana. La Virgen del Pilar, patrona de España, es una
de las dos grandes vírgenes españolas. La otra, por supuesto, es la de
Guadalupe, que por cierto me parece de una categoría muy inferior (es la
patrona de México).
Ocurrió
que, en 1640, la rueda de una carreta le aplastó una pierna a un tal Miguel
Juan Pellicer, vecino de Calanda, y hubo que amputársela. Ahora bien, era éste
un hombre muy piadoso que todos los días iba a la iglesia, metía el dedo en el
aceite de la lamparilla de la Virgen y se frotaba el muñón. Una noche, bajó del cielo la
Virgen con sus ángeles y éstos le pusieron una pierna nueva.
Al igual
que todos los milagros —que, de lo contrario, no serían milagros— éste fue
certificado por numerosas autoridades eclesiásticas y médicas de la época y dio
origen a una abundante iconografía y a numerosos libros. Es un milagro
magnífico, al lado del cual los de la Virgen de Lourdes me parecen casi
mediocres. ¡Un hombre, «con la pierna muerta y enterrada» que recupera la
pierna intacta! Mi
padre regaló a la parroquia de Calanda un soberbio paso, uno de esos grupos
escultóricos que se sacan en procesión en Semana Santa, que los anarquistas
quemaron durante la guerra civil.
[1] Libro
de Aragón, Zaragoza, Caja de Ahorros de Zaragoza, Aragón y la Rioja, 1976, págs.
277-281
[2] Conversaciones
con Jean-Claude Carrière, Ayuntamiento de Zaragoza, 2004, pág. 111
[3]
Luis Buñuel: Obra literaria.
Edición de Agustín Sánchez Vidal, Heraldo de Aragón, 1982, pág. 291
[4] Las campanas y campanarios son
temas recurrentes en el cine de Buñuel. Citemos los más evidentes: Él
y Tristana.
[6] Buñuel decía no soportar la jota
aragonesa.
[7] Buñuel ha utilizado el sonido de
los tambores de Calanda en algunas de sus películas: La edad de oro, Nazarín o
Simón del desierto
[8] Ver mi post sobre el tema Erotismo y muerte en
el cine de Luis Buñuel
[9] Referencias a la pierna cortada
aparecen en las películas Ensayo de un crimen y
Tristana.
[10] Ver mi serie de post sobre Buñuel
y la religión
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