El putrefacto y el carnuzo

Fue hacia
mediados de los años veinte cuando en nuestros medios artísticos y literarios
hizo furor la palabra putrefacto, la más generalizada de cuyas acepciones fue
la referida a todas aquellas personas o
cosas que, en un momento dado, se tenían por inactuales o trasnochadas.
Putrefacto equivalía, así, a grado extremo de consunción por inmovilismo, e
implicaba, como vituperio, el emparejamiento con el mal olor que trasciende
todo cadáver insepulto.[1] Entre los
miembros de la Residencia se utilizó como adjetivo descalificador. Se
aplicaba a “todo lo que oliera a caduco, anacrónico, decadente,
tradicional o antivanguardista. A putrefacto se oponía como elogio
antiartístico, sinónimo de vanguardia o antidecadente.”[2] Era pues un
vocablo utilizado entre la nueva y la vieja generación y también para calificar
a las falsas vanguardias.