"Una nota sobre el padre Julián Pablo", seguido de "El tornillo y los misterios" (por Claudio Isaac)

                           




                                 Una nota sobre el padre Julián Pablo

La figura más cercana a Luis Buñuel durante los últimos diez años fue sin duda el padre Julián Pablo Fernández. Luis lo buscaba por teléfono como no lo hacía con nadie más, y se veían un par de horas casi a diario. Además del afecto que se desarrollaron ambos, Julián era un hombre de gran cultura artística, filosófica y teológica, lo cual le ofrecía a Luis la posibilidad de conversaciones prolongadas en torno a temas primordiales para él.

Desde siempre, la trayectoria de Julián daba para el cotilleo: paralelo a su sacerdocio dentro de la orden de los Dominicos, se había graduado en un Instituto de Erotología en París con una tesis sobre el marqués de Sade; parrandero y bebedor, había sido amigo de personajes notorios de las artes y la bohemia, él mismo era dibujante, grabador y pintor, también había dirigido cine experimental en Francia y un largometraje industrial en México.  Trasnochado, se le encontraba con frecuencia en discotecas o fiestas en casa de estrellas de cine. Como puede inferirse, la cercanía de Julián con Luis produjo celos y descontento entre los allegados a Buñuel. Incluso a veces los rumores se dirigían contra Luis, pues se decía que en su vejez se estaba ablandando y acercando a la iglesia. Una tontería, ya que su apego era a la persona, y la institución detrás era fácil de olvidar si se considera, además de sus costumbres licenciosas, una apariencia poco pía: era usual encontrar a Julián con pantalones vaqueros y chamarra de cuero, algo muy próximo a la clásica efigie del rebelde sin causa de los años cincuenta. Olvidando que Luis mismo había desarrollado una dependencia hacia la presencia de Julián, los juicios sesgados descalificaban la amistad. Hasta los hijos de Luis, Juan Luis y Rafael le tuvieron resquemor. Tras la muerte de su padre, opinaron que Julián había sido un oportunista que quería beneficiarse de la celebridad del cineasta.  Se mostraban molestos por el hecho de que, una vez desaparecido Luis, Julián hubiera dejado de visitar a Jeanne con la asiduidad de antes. Lo que no se tomó en cuenta en esa condena era que Julián tenía un trato cada vez más difícil con Jeanne, ya que ella, por una torpeza social que le era inherente dada su candidez que rozaba lo infantil, había comentado en diversas ocasiones, en reuniones caseras con unos cuantos invitados, que Julián era “raro” o que “se sabía que era maricón”, y lo había hecho en una voz supuestamente baja, confiada de que Julián no la escuchaba, pero el susurro era penetrante y reverberaba en los cuatro muros de la sala, para bochorno tanto de Julián como de los demás escuchas. Se entiende que Julián fuese una oveja negra tolerada dentro de su orden, pero eso tenía sus límites: finalmente, el hombre presidía misa todos los domingos.

Respecto al tema de la sexualidad de Julián, Luis lo tenía todo mi claro y me lo hacía saber con soslayo. Alguna vez, Julián me llamó para escribir un guion cinematográfico basado en la novela de Rafael F. Muñoz Se llevaron el cañón para Bachimba, una especie de Bildungsroman situado en la Revolución Mexicana: un ejército rebelde comandado por el capitán Marcos Ruíz irrumpe en una lujosa hacienda, cuyos dueños han huido con algunas de sus pertenencias más preciadas, dejando atrás al atemorizado Álvaro, su hijo adolescente. Por voluntad propia, Álvaro se unirá a la lucha de los rebeldes, guiado por la admiración que le produce el capitán Marcos. Habiendo leído el guion, Luis me comentó, analítico y sin asomo de sorna: -Ese Alvarito…ese Alvarito tiene una fuerte carga homosexual. No le digas nada a Julián, que puede tomarlo a mal.

De parte de Luis no había censura hacia Julián, en tal caso la observación expresaba su duda respecto a la eficacia de la historia para cine.

Hacia el final de su vida, Julián fue nombrado prior del histórico templo de Santo Domingo en el centro de la Ciudad de México. Con un pobre estado de salud y destinado a vivir con un tanque de oxígeno suplementario, se logró acondicionar un espacio anexo a los dormitorios como estudio, algo ideal para si desempeño del oficio pictórico pero pésimo para sus pulmones, ya que dormía ahí mismo, a unos pasos de donde mezclaba los óleos con los solventes, una atmósfera de alarmante toxicidad.

A unos meses de su deceso, lo mantenía la ilusión de realizar una exposición con sus más recientes retratos de Cristo. Para ese evento me pidió que le escribiera el siguiente texto.

 

El tornillo y los misterios

Por más que exista la evidencia de una evolución en la obra plástica de Fray Julián Pablo a lo largo de varias décadas -como lo constata el peso que gradualmente ha ido cobrando la materia en cada tela, las texturas obtenidas con tierras, la aplicación de hoja de oro, las capas superpuestas de pintura- lo que nos sigue impresionando sobre todo es la repetición de un motivo central, la obediencia a una idéntica pulsión. Esto que podría leerse como obsesión inamovible también puede verse como un trabajo de profundización. En algún lugar de su extenso legado literario, Fernando Pessoa usa el símil del tornillo para decirnos que si se desea ahondar hay que dar vueltas sobre lo mismo. 


En el caso de Julián ha quedado establecido que los cuadros se concentran en interpretar la figura de Cristo, pero paralelamente detectamos en ellos la idealización del hombre mismo, y también, discretamente, sobre la misma figura, el trazo de lo que serían autorretratos espirituales, cosa que –por más que en primera instancia pudiera tomarse como ejercicio egolátrico o incluso sacrílego- resulta connatural al tema y la manera de abordarlo. Aunque no dejan de ser imágenes devocionales, las trasciende, y uno de los logros más palpables de estas series pictóricas es que establecen una genuina comunión: al encarar cada una de sus representaciones del varón de dolores nos sentimos observados por el retratado, sentimos claramente que éste nos mira.

Salvo variantes excepcionales, la composición no suele abarcar más allá de las clavículas del Cristo. Una forma de acotar que nos recuerda al cineasta que también es Julián. La estética corresponde tanto a la pintura de la Baja Edad Media como a las intensas estampas de Carl Dreyer o Robert Bresson, dos grandes místicos del cine.

Así, en la colección reciente la efigie irradia un aura desde el interior del cuadro, pero sin duda también se expresa su carnalidad, recordando esa paradójica cuarteta de Lêdo Ivo en la que la religiosidad se saluda con lo mundano:

         Almas son cuerpos.

         La tierra el cielo.

         El otro mundo

         es este mundo.

No sé si de este modo nos acercamos más al personaje contradictorio, con exaltaciones y sonrisas, que aparece en los Evangelios Gnósticos o a aquel tan cercano y cálido como el que vislumbró Dostoievski en las confesiones más íntimas de su fe. Como el querido novelista ruso, Julián tiene su Cristo personal y, magnánimo, nos lo comparte en cada ocasión, nos permite acompañarlo en sus pasos al interior de ese misterio perenne.

                                             Claudio Isaac

                                             Ciudad de México, abril de 2017

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