La descomunal batalla de las catedrales y las vagonetas (La obra literaria de Luis Buñuel: avatares II)
Las dos ediciones oficiales (por decirlo de algún modo) de
la obra literaria de Buñuel, la de Joaquín Aranda para El Heraldo de Aragón
y la de Manuel López Villegas, omitieron el cuento que incluyo hoy en este post
y que Agustín Sánchez Vidal rescató en su ensayo sobre Buñuel, Lorca y Dalí[1].
Se trata, pues, de la menos conocida de las producciones literarias de Luis
Buñuel.
Continuación coherente de «La agradable consigna de Santa
Huesca», es un cuento compuesto en octubre de 1933 con la más que probable
colaboración de Pepín Bello (quien se lo mostró a Sánchez Vidal), pero, como en
el cuento anterior, la huella de este es más inspirativa que otra cosa. Además
de condensar los motivos característicos de su producción escrita, así como sus
motivos, su bestiario y sus actos escatológicos, es
una clara manifestación del espíritu provocador que en aquel momento no podía
canalizar a través de su cine. Desde este punto de vista, es seguramente su
obra más radical y subversiva, la más claramente sadiana y lautreamoniana. La
contraposición entre la construcción catedralicia y un artilugio como la
vagoneta, utilizado en la construcción de grandes obras arquitectónicas, parece
equivaler a la oposición entre opresores y oprimidos, lo que, en manos de un
anarquista como Buñuel, deriva en una llamada a la blasfemia, en la misma línea
que su por entonces reciente película La
edad de oro, que encubría un discurso de denuncia social contra el
poder. La conexión con Sade es absoluta, por lo que hay que acercarse a los
pasajes más sexuales del cuento a partir de este enfoque.
Espero que disfrutéis con su comprimida pero gozosa lectura.
LA DESCOMUNAL BATALLA DE LAS CATEDRALES
Y LAS VAGONETAS
San Valero apadrina la madrugada nebulosa. El dije que
cuelga del chaleco de san Valero, representa en altorrelieve a mi criada Carmen.
Un tallo rubio de paja. En sentido longitudinal se oyen
cinco campanadas. Casi al unísono, un rugido enorme brota del lugar que
corresponde a la espiga y aprovechando una grieta de la paja, aplico allí mi
ojo. (Mi ojo se eleva a 62 metros sobre el nivel de mar y sus nervios finales
se iluminan con las mareas altas). Un espectáculo interesantísimo se ofrece a
mis miradas. Miles de vagonetas circulan en todos sentidos, y de los rieles por
los que se deslizan, se desprende un canto funeral. De pronto y en pleno
jolgorio irrumpen en la explanada cuatro o cinco catedrales, cada una con su
consabido cordero al hombro, y sin esperar órdenes, [la] emprenden a patadas
[con] las vagonetas. El estrépito es ensordecedor. Unas vagonetas se esconden
bajo las ensaladas, otras vomitan por la borda, y todas corren hacia los cuatro
puntos cardinales abrochándose las húmedas braguetas. A todo esto, las
catedrales no cesan de patear las vagonetas que cazan. La catedral más gorda se
para un momento a secarse el sudor. Una vagoneta blanda, rugosa, lacia como un
pulpo, le cuelga del colmillo. La catedral ni se da cuenta de lo repugnante del
espectáculo. Llena de grasa de vagoneta, de hule de vagoneta, de oratorio de
vagoneta, está nauseabunda. A través de tanta inmundicia y por los grandes
vitrales góticos se oyen las notas policiacas del «Miserere agnus dei» cantado
por 800 y pico de frailes. Sus voces graves llenas de mística unción revolotean
alrededor del hule de la vagoneta y luego se meten en casa. A alguna se le oye
decir: «Aquí no ha pasado nada. ¡Dios mío, tú que presides los destinos
inútiles del mundo, tú que acaricias la alondra y fijas el lino en tu arcabuz
circundándolo de parva; tú que presides la sinfonía paciente del alcalde, no
consientas a tus catedrales, ínfimas esclavas tuyas, pasearse tan
descaradamente después del toque de retreta, ni meterse en lo que no les
importa, que para eso están los tutores de familia! ¡Tú, que conduces los
ejércitos a la victoria, no dejes sin sanción a las catedrales ni a las
vagonetas!».
¿Para qué hablaría así a Dios, aquella vagoneta? Apenas
pronunció sus últimas palabras treinta y dos Jesucristos armados de catapultas
empezaron a salir del caño y en un «quítame allí esas pajas»[2]
dejaron el terreno más libre que se queda la puerta del sol cuando no hay faena
en las eras. Garantizo que no hay nada más honrado que dos o tres santos Jesús
Cristos ni nada que se sepa mejor la lección ni que llegue antes a su casa.
Pero dejemos dormir a las vagonetas y de puntillas para que no se oxiden
pasemos al cuarto de al lado. El cuarto de al lado estaba dividido en cuatro
partes asimétricas pero dignas de Poncio Catulo Nerón por su familiaridad. Como
las cuatro eran iguales describiré nada más una. Oscura como un jacinto,
silenciosa como un toro, y amenazadora como la caída de una ceniza de puro que
desprendida de la brasa cae en el pie divino de una niña de nueve años, rubia,
fornida, con el coño aún sin pelo, pero largo y abierto por las mil violaciones
de que ha sido objeto. Lo interesante de este cuarto no era ese coño
boquiabierto, rojo, húmedo, oliente, lechoso y pulverizado lo interesante era
la señora que con la cara cubierta acaba de doblar esa esquina. Sigámosla. La
niebla invade la calle y los escasos tranvías apenas hacen oír el feroz salto
de los atunes o el lúbrico tantán de los nipones. Una etiqueta negra con letras
rojas señala la muerte. Una saeta empuja el deseo. Un niño yace sobre el hilo
del sueño de las prostitutas. Niebla. Ni pasos ni occipucios. Solo báculos,
tronos y fístulas. Ha llegado la hora de tutearse con Dios. «Ven aquí Carmen
ven aquí y lanzada al vacío incrústate en mi miembro repugnante, cubierto por
la mosca cadavérica y amenazando dejar salir por su agujero la guarnición de
Huesca. Enséñame tu coño, Carmen, tu coño abierto, que tú haces voltear entre
tus manos chorreantes de cera. Nuestros cuerpos quieren revolcarse en común
espasmo sobre la calumnia, sobre la muerte, sobre nuestras sombras. Yo devoraré
tus tetas, tu esfínter se pondrá a girar como un loco y nuestros labios
quedarán al fin olvidados en el cajón de la mesilla entre plumas, dijes,
relojes y olores rancios. Éntrame los huevos en tu boca y róeme luego los
huesos uno a uno. Chilla, blasfema, protege a los niños, mea, levántate y anda,
funda asilos, cuelga delincuentes, que a la primera gota de suero que tú lances
a mi trono, mi alma, mi sexo, mi avanzadilla te entrarán hasta lo más profundo
de tus entrañas».
Una niebla gris resolvía con tristeza el café con leche. Un fiacre[3]
acababa de pararse en una esquina. La portezuela se abre y desciende majestuosa
una mecedora. Un gesto de sus ojos y los huecos de mi fachada se obturan. Otro
gesto de mi casa no es más que un milano arrastrado por el viento. En medio del
paisaje hostil, rodeado de unos barbudos, de doncellas que cosen, y de
hipocampos, dejo este papel sobre la mesa de disección.
«Dadme por Dios una cuaderna, para ayudar a las obras del
Santo Sepulcro».
[1] Agustín Sánchez Vidal, Buñuel,
Lorca Dalí: El enigma sin fin. Barcelona, Planeta, 1988, págs. 257-259.
[2] Adaptación (suponemos que
involuntaria) de la expresión cervantina del Quijote: «quítame allá esas pajas» que significa por algo insignificante, sin
importancia, por un asunto baladí: Por un
quítame allá esas pajas no vamos a discutir.
[3] Se trata de un anglicismo: un fiacre era un carruaje de cuatro ruedas para
ser alquilado.
Hello
ResponderEliminarWe are a Company of production based in France and we currently produce a DVD box set (DVD (Film) and Booklet) on Luis BUNUEL for PHARES Collection (Non-profit collection managed by Aube BRETON-ELLEOUET, André BRETON’s daughter).
Could you tell us, where you found the different photographs of Luis BUNUEL that are on your Blog?
Thanks
Best Regards
Ms Laurence POUSSARD
prod@tfv.fr
Société TFV
1 Hameau de la Bretonnière
37190 SACHE
FRANCE
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