La huella del conde de Lautréamont en la literatura de Luis Buñuel
En el número de este año de los Cahiers
Lautréamont que publica la editorial gala Classiques Garnier, he publicado un
artículo sobre la impronta del conde de Lautréamont (que Buñuel citó muy poco,
a diferencia de otros) en su obra literaria. Una versión adaptada de este
artículo es el objeto de esta entrada.
“Si Vigo era el
Rimbaud del cine, él [Buñuel] es el Lautréamont”. Esta afirmación de
Georges Sadoul, eminente historiador del cine, miembro del movimiento
surrealista e íntimo amigo de Buñuel, retumba de nuevo en las palabras de
Raymond Jean, analista del escritor franco-uruguayo, cuando afirma: “El famoso ojo cortado por la navaja de Un perro
andaluz de Buñuel es un homenaje directo a Lautréamont”.
La fuerza y la violencia de esta célebre escena iniciática en la filmografía de Buñuel nos ha hecho olvidar, a la hora de buscar paralelismos
con Lautréamont, que la secuencia con la que abre su siguiente película, La edad de oro, es tan maldororiana como
la anterior. Hacemos referencia a las imágenes sobre la vida de los escorpiones
del documental científico Le Scorpion
languedocien, producido en 1912 por Éclair como parte de su serie Scientia.
Como Lautréamont en Maldoror, Buñuel
utiliza imágenes extraídas de otras fuentes: plagia textos audiovisuales. Por
tanto, el acercamiento a la obra literaria de Buñuel a partir de la de
Ducasse/Lautréamont no debe hacerse únicamente a partir del análisis del
contenido y sus elementos, sino que atañe también a su enfoque expresivo. Desde
este punto de vista, si Buñuel solo hubiera dirigido sus tres primeras
películas, la analogía con Lautréamont sería inevitable, porque si Un perro andaluz y La edad de oro son de alguna manera un equivalente cinematográfico
de Los cantos de Maldoror, entonces Las Hurdes, tierra sin pan comparte
estrategias literarias con las Poesías
de Ducasse, como ocurre también con el corto Menjant garotes. Pero de lo que se trata ahora es de ver cómo
incidió Lautréamont en el Buñuel literato.
Una de las principales características de la producción
literaria del calandino es que está en el origen del encuentro entre poesía y
cine. Como otros poetas y artistas, el futuro cineasta vio en la imagen en
movimiento nuevas posibilidades para expresar lo que quería transmitir. Además,
aunque la poesía es el género literario al que el séptimo arte parece haber
prestado menos atención, el papel principal de la imagen en el cine está
directamente ligado a la poesía. No es de extrañar, por tanto, que, casi tres
décadas después, Buñuel defendiera el cine como instrumento de la poesía, ya
que los dos lenguajes, perfectamente comparables, pueden utilizarse como medio
para expresar un mismo mensaje. Esta posibilidad de comparación es visible en
los dos perros andaluces de Buñuel:
un poemario que no llegó a publicarse, pero del que se conservan quince
composiciones, y la película que tomó el nombre del libro cambiando solo el
artículo definido (destinado a el poemario) por el indefinido.
En efecto, tanto en los poemas como en la película,
observamos los motivos recurrentes que obsesionaron al cineasta y que pueden
provenir de la lectura de Los cantos de
Maldoror –si bien este dato no puede confirmarse, como veremos en los
párrafos siguientes– como la fragmentación del yo, el interés por el alma de
los objetos que conduce a una cosificación de los individuos, así como las
mutilaciones, que adquieren una importante relevancia estructural en sus
creaciones a través del proceso de collage.
Llegados aquí, lo primero que debemos dilucidar a la hora de
aproximarnos a la impronta de Lautréamont en la obra literaria de Buñuel, es la
fecha en la que leyó la obra del montevideano. La respuesta parece clara a la
luz de lo que le dijo a Max Aub: solo leyó Maldoror
en 1929. Pero, al tratarse de Buñuel, estas palabras hay que tomarlas con mucha
cautela, porque siempre ha sido muy reservado a la hora de evocar sus
influencias.
Lo que está claro es que no podía pasarlo por alto, ya que
se trataba de un texto que sus dos amigos más íntimos, García Lorca y Dalí,
estaban leyendo en ese momento en la Residencia y por el que expresaban su
admiración. Además, en Impresiones y
paisajes (1918), primer texto de Lorca que ofrece a todos sus amigos,
incluido Buñuel, hay referencias casi directas a los Cantos, que fue una de las obras más discutidas en la Residencia,
así como entre los ultraístas. Pepín Bello, colaborador en la redacción de los
cuentos más maldororianos de Buñuel, los había leído animado por Rafael
Alberti, y nunca olvidó el enorme impacto que le produjeron. En cuanto a
Buñuel, tenía su propio ejemplar del libro, que se ha conservado, aunque no
sabemos cuándo lo adquirió.
¿Tendría pues sentido que, de los tres amigos que compartían
descubrimientos artísticos y pasiones literarias, Buñuel fuera el único que
desconociera el libro de Lautréamont? Muy poco sentido, no solo porque el
escritor franco-uruguayo fue objeto, en 1925, de una edición en español
prologada precisamente por Ramón Gómez de la Serna, y traducida por su hermano
Julio, sino porque la poesía de Buñuel es la expresión de una persistente
tensión entre el bien y el mal, donde este último domina siempre. Y como en Maldoror, es en esta dialéctica donde la
naturaleza y sus elementos y, en particular, la fauna, juegan un papel
privilegiado. No se trata de una naturaleza muerta, sino de una naturaleza con
olores fúnebres, donde el bestiario -a veces hermafrodita, a menudo sexualmente
indefinido, otras veces anfibio o, incluso, teriomórfico- contradice y se opone
a la separación de los elementos efectuada por el acto demiúrgico de creación
del universo (agua/tierra/aire; femenino/masculino; hombre/animal, etc.). Estos
ingredientes embellecen un hábitat donde la putrefacción es un cliché –y un
topo– privilegiado. Mas estos paralelismos no son suficientes, por sí solos,
para anclar la literatura de Buñuel en la línea inaugurada por Lautréamont.
Donde radica este anclaje es en la obra del montevideano como arsenal
contestario para las letras buñuelianas.
Ya hemos comentado que, según sus propias palabras, Buñuel
no leyó Los cantos de Maldoror hasta
1929, lo que resulta difícil de creer por lo explicado hasta ahora. Pero
también es cierto que es precisamente en los textos compuestos a partir de ese
año donde la huella de los Cantos es
más evidente. Y no es tanto una estrategia creativa en su composición, sino un
medio de denuncia de los males que la asaltaban en ese momento. Buñuel encontró
en Los cantos de Maldoror la estrategia
lingüística perfecta para representar y denunciar la violencia, ya que solo
podía encauzar su denuncia del mal a través del mal. Si el texto de Lautréamont
es un texto contra el adversario, porque, para él, el hombre solo existe en la
adversidad y como tal debe enfrentarse al adversario, que a veces es dios y a
veces hombre, en el caso de Buñuel ese adversario está representado por los
políticos y los líderes religiosos de la España de la Segunda República.
Las composiciones que mejor ilustran lo que decimos son “La
agradable consigna de Santa Huesca”, “La descomunal batalla de las catedrales y
las vagonetas” y “Una jirafa”, todas escritas hacia 1933, aunque solo esta
última fue publicada en su día. Buñuel reunió la mayor parte de los temas y
distorsiones sintagmáticas que salpican los textos que había escrito antes, y
en especial la dialéctica entre mutilación (separar lo unido) y collage (unir
lo separado) que impregna los tres textos donde expresa sincréticamente toda
esta violencia. Pesaron mucho las circunstancias personales, ya que el
escándalo provocado por La edad de oro
comprometió sus posibilidades de poder seguir haciendo cine, si bien esta
situación experimentó un paréntesis con el rodaje de Las Hurdes, tierra sin pan, cuyos vínculos hipertextuales con sus
escritos de esos años son notables. A esta situación personal hay que añadir su
decepción y cólera por la evolución política y social de España durante la
Segunda República. Para canalizar esta ira, Buñuel encontró en Los cantos de Maldoror los recursos
temáticos y lingüísticos para articular la parte más tormentosa y reaccionaria
de su obra literaria. En efecto, si Buñuel consideraba su película Un perro andaluz como una desesperada
llamada al asesinato, los poros de sus textos de 1930 rezuman la misma
desesperación y la misma violencia de los elementos de la fenomenología de la
agresión que Gaston Bachelard había identificado en Ducasse. Así, “La agradable
consigna de Santa Huesca”, “La descomunal batalla de las catedrales y las vagonetas”
y “Una jirafa” devienen composiciones que apelan a la carne y a la sangre, elementos
que también invaden los reinos de la ira del padre de Maldoror.
Recordemos lo que dijo Buñuel a Pierre Unik en una carta fechada
el 10 de enero de 1934: “Estamos siempre
en estado de guerra y esto por miedo a que se pueda hablar sobre la infame
represión del movimiento [anarquista]. Hitler ha hecho mucho menos que nuestros
Lerroux y Gil [Robles]. He enviado a Hernando [Viñes], para que te lo entregue,
una carta de un diputado radical-socialista a Lerroux, y que me parece un
documento precioso para ayudar a la campaña internacional contra la represión”.
Estas
palabras son cosecha de una crisis política nacional e internacional sobre la
que Gibson ha hecho hincapié a
partir de dos acontecimientos históricos, cada uno en su ámbito: la masacre de
Casas Viejas —hito clave en la
represión del movimiento anarquista al que se refiere en la carta a Unik y que
causó estupor en la opinión pública— y la situación en Alemania que
Buñuel cita. De ahí que sostenga que el inicio de «La agradable consigna de
Santa Huesca» es una recreación, menos fiel que la que en su día hizo de los
fusilamientos del 3 de mayo en la cinta El fantasma de la libertad, de
la matanza de los anarquistas en Casas Viejas de principios de enero de 1933, y
que el trozo de carne asada que protagoniza la historia es una mención a esos
libertarios quemados vivos por la Guardia Civil. Recordemos como comienza “La agradable
consigna de Santa Huesca”:
Una pregunta seguida de un cañonazo.
—Aún no lo he pronunciado— dice el
gobernador.
—Pues allá Vd. y para mayor seguridad,
mire. El gobernador se administra y ve lo que sigue.
Dos horas después entre la carretera de
San Feliu y San Guíxols va andando un trozo de carne asada, de unos dos kilos
de peso, gorda y requemadota. Aún la veo y sin remordimiento la puedo llamar,
hija de puta. Pero ella ni se menea, ni argumenta, ni vomita. Igual le da.
Al margen de que este concepto de carne
muerta se enmarca en la casi excesiva concentración de ideas-imágenes del
relato que aluden directamente a las que se encuentran en Los cantos de Maldoror relativas a la violencia y la
descomposición, Buñuel parece estar inspirado aquí por la imagen del trozo de
carne del canto III: “Sé, sin embargo,
que apenas el joven estuvo al alcance de su mano, jirones de carne cayeron a
los pies de la cama y se colocaron junto a mí”, y del canto IV: “[...] los dos pedazos de carne han
desaparecido y han tomado su lugar dos monstruos, surgidos del reino de lo
viscoso, iguales por su color, su forma y su ferocidad”.
Estructuralmente, el relato finaliza con una especie de
microrrelato titulado “Inscripción para la lápida del trozo de carne”, que es
otra alusión a Los cantos, esta vez a
la estrofa del pacto con la prostitución del canto I: “He hecho un pacto con la prostitución para sembrar el desorden en las
familias. Recuerdo la noche que precedió a tan peligrosa alianza. Vi ante mí un
sepulcro. Escuché que una luciérnaga, grande como una casa, me decía: “Voy a
iluminarte. Lee la inscripción […]””.
Con el mismo hilo cose Buñuel “La descomunal batalla de las
catedrales y las vagonetas”, la más tormentosa de las historias de un artista
que la realidad circundante seguía atormentando. Para captar mejor su fuerza y lo que representa en el corpus buñueliano, no solo debemos situarnos, de
nuevo, en el momento histórico en que fue
compuesta, sino también tener en cuenta la situación profesional de su autor.
El cuento reúne los motivos característicos de su producción escrita, así como un
bestiario y actos escatológicos muy maldororianos, y constituye una
deslumbrante manifestación del espíritu de provocación que en ese momento no
supo canalizar a través del cine.
Podemos pues tomar la narrativa que nos ocupa como un
complemento necesario para que dé rienda suelta a su creatividad, que los
límites del género documental cinematográfico no le habían permitido. El
resultado constituye su producción literaria más radical y subversiva, donde la
oposición entre la construcción de la catedral y una máquina como la vagoneta,
con la que se construyen grandes obras arquitectónicas, y que funciona como
alegoría de la oposición entre opresores y oprimidos, se convierte, en manos de
un anarquista como Buñuel, en una llamada a la blasfemia que esconde una
crítica social al poder a partir de medios extraídos de Los cantos de Maldoror. De ello es paradigmática la siguiente frase
donde, además, confluyen simbólicamente los ingredientes de la putrefacción:
gusanos (debajo de las ensaladas), carne podrida (asociada al vómito) y la expulsión
de orina que, en algunas personas, transcurre después de su muerte: “Unas vagonetas se esconden bajo las ensaladas, otras
vomitan por la borda, y todas corren hacia los cuatro puntos cardinales
abrochándose las húmedas braguetas”.
Pero donde mejor se destaca la impronta de Lautréamont es en
el uso de las comparaciones para estructurar iconográficamente un collage. Esto
se puede ver en el siguiente pasaje:
Oscura como un jacinto, silenciosa como
un toro, y amenazadora como la caída de una ceniza de puro que desprendida de
la brasa cae en el pie divino de una niña de nueve años, rubia, fornida, con el
coño aún sin pelo, pero largo y abierto por las mil violaciones de que ha sido
objeto. Lo interesante de este cuarto no era ese coño boquiabierto, rojo,
húmedo, oliente, lechoso y pulverizado, lo interesante era la señora que con la
cara cubierta acaba de doblar esa esquina.
Se diría que Buñuel quiso componer su versión de la terrible
estrofa de la violación de la joven en el canto III, recurriendo a la violación
de la “delicada niña” de Lautréamont para simbolizar los problemas políticos y
sociales que padecía la también joven Segunda República española.
Es precisamente esta estrofa la que por sí sola da fe de la
notable impronta que Los cantos de
Maldoror tuvieron en la creación artística (literaria y cinematográfica) de
Luis Buñuel a partir de 1929, llevándonos a una nueva afirmación: quizás leyó
el libro realmente ese año, no pudiendo escapar ya a su hechizo. Pero su
atractivo no acaba ahí, al contrario. Centremos nuestra atención en el
siguiente fragmento de “La descomunal batalla de las catedrales y las vagonetas”:
Ha
llegado la hora de tutearse con Dios. “Ven aquí Carmen ven aquí y lanzada al
vacío incrústate en mi miembro repugnante, cubierto por la mosca cadavérica y
amenazando dejar salir por su agujero la guarnición de Huesca. Enséñame tu
coño, Carmen, tu coño abierto, que tú haces voltear entre tus manos chorreantes
de cera. Nuestros cuerpos quieren revolcarse en común espasmo sobre la
calumnia, sobre la muerte, sobre nuestras sombras. Yo devoraré tus tetas, tu
esfínter se pondrá a girar como un loco y nuestros labios quedarán al fin
olvidados en el cajón de la mesilla entre plumas, dijes, relojes y olores
rancios. Éntrame los huevos en tu boca y róeme luego los huesos uno a uno.
Chilla, blasfema, protege a los niños, mea, levántate y anda, funda asilos,
cuelga delincuentes, que a la primera gota de suero que tú lances a mi trono,
mi alma, mi sexo, mi avanzadilla te entrarán hasta lo más profundo de tus
entrañas”.
No se trata solo de concordancias léxicas, como la presencia
del esfínter (canto V), de la mosca cadavérica y pútrida (que se refiere al
cadáver putrefacto del cangrejo en el canto VI), el acto de roer o la llamada a
la blasfemia ya la mutilación del cuerpo humano. Si bien estos elementos léxicos
están tomados de Lautréamont, el enfoque es aún más evidente en cuanto al
proceso de enunciación: es la única vez en la ficción literaria de Buñuel que
el narrador se dirige a Dios directamente. Como Maldoror, el héroe de "La
descomunal batalla de las catedrales y las vagonetas" se dirige al Creador
en el mismo tono, con el mismo registro y el mismo vocabulario que los que
Lautréamont despliega en Los cantos,
de los que este pasaje puede ser considerada una versión buñueliana.
Finalmente, para completar el bucle de este homenaje a Maldoror, Buñuel se apropia de la
célebre comparación “Bello como... el encuentro fortuito de una máquina de
coser y un paraguas en una mesa de disección”, que, con la excepción de algunas
referencias a Cervantes o Benjamin Péret, no es muy habitual en su literatura:
“En medio del paisaje hostil, rodeado de
unos barbudos, de doncellas que cosen, y de hipocampos, dejo este papel sobre
la mesa de disección”.
La última de sus composiciones de este período, "Una
jirafa" (1933), su texto más famoso y admirado, es otro ejemplo
privilegiado del influjo que nos ocupa. Su inicio funciona como un manual:
Cada
mancha de su piel que, a tres o cuatro metros de distancia, no presenta nada
anormal, está, en realidad, constituida sea por una tapadera que cada
espectador puede fácilmente abrir haciéndola girar sobre un goznecillo
invisible colocado en uno de sus lados, sea por un objeto, sea por un agujero,
que deja aparecer la luz del día —la jirafa no tiene sino algunos centímetros
de espesor—, sea por una concavidad que contiene los diferentes objetos que se
detallan en la lista de más abajo.
Desde una perspectiva formal, “Una jirafa” es la expresión
más clara del uso del collage como recurso poético. El collage rompe la
identidad de los componentes que lo integran, como hizo Lautréamont al
establecer vínculos entre el paraguas y la máquina de coser. Max Ernst detectó
muchos collages en la obra cinematográfica de Buñuel: “Pensé
en La edad de oro de Buñuel y Dalí: la vaca en la cama, el obispo y la jirafa
tirados por la ventana, el carro cruzando el salón del gobernador, el ministro
del Interior pegado al techo tras su suicidio, etc.”.
El texto puede verse como una extensión de La edad de oro donde, en la escena
final, una jirafa es arrojada desde un balcón. Está repleto de imágenes de
iconografía buñueliana: el ojo de la segunda mancha donde se refleja el
espectador recuerda la incisión del ojo de Un
perro andaluz; la figura de la Acherontia
atropos
también aparece en la misma película; y las gallinas picoteando o el Cristo
riéndose son imágenes que el cineasta utilizará posteriormente en su
filmografía. Desde el punto de vista hipertextual, "Una jirafa" es,
pues, un auténtico lugar de encuentro estético de motivos de Los cantos de Maldoror.
Donde el vínculo con Lautréamont es más
visible es en la increíble violencia de ciertas manchas:
En
la decimoprimera: Una membrana de vejiga de puerco reemplaza la mancha […]
Reventar de un puñetazo la membrana y mirar por el agujero. Se verá una casita
muy pobre, blanqueada con cal, en medio de un paisaje desértico. Una higuera
está situada a algunos metros de la puerta, hacia delante. Al fondo, montañas
peladas y olivos. Un viejo labrador acaso saldrá, en ese instante, de la casa,
descalzo.
Aquí,
la violencia actúa como motor del proceso performativo del universo creativo de
Luis Buñuel. Violencia hacia el objeto y sobre el sujeto-actor, ya que se trata
de morir a puñetazos, con una mano previamente herida (en la décima mancha) por
hojas de afeitar. Posteriormente, la violencia vuelve a ejercerse, esta vez
psicológicamente, teniendo el actor que mirar a través de una lupa (última
mancha) tras quedar cegado por un chorro de vapor (decimoséptima mancha), en un
espectáculo de venganza personal de Buñuel hacia este sujeto ciego.
Otra
de las manchas que congregan la violencia y la blasfemia es la decimosexta:
Al abrirse la mancha se ve a dos o tres
metros una Anunciación de Fra
Angélico, muy bien enmarcada e iluminada, pero en un estado lamentable: rasgada
a cuchilladas, pegajosa de pez, la cara de la Virgen cuidadosamente ensuciada
con excrementos, los ojos reventados por agujas, el cielo llevando en
caracteres muy toscos la inscripción: ABAJO LA MADRE DEL TURCO.
La
referencia a los excrementos parece situar el origen de esta escena en el trono
de Dios formado por excrementos humanos en el canto II. Pero donde el grado de
violencia es más extremo es cuando los ojos de la Virgen son arrancados con
agujas, imagen que remite directamente al comienzo de Un perro andaluz.
En
suma, espero que este somero análisis de la obra literaria de Luis Buñuel
evidencie los vínculos que su cine mostró con Isidore Ducasse, a quien nunca
mentó, ni de lejos, con la admiración con la que lo hizo con el Marqués de
Sade. Tal vez porque sabía que su identificación artística con Sade era
imposible sin que el referente le eclipsara, mientras que el magma literario de
Lautréamont, mucho más pantanoso y flexible, abría unas posibilidades que
permitían alejarse del referente manteniendo, sin embargo, sus esencias. En
este sentido, Buñuel fue un representante más de aquellos miembros de la
generación del 27 (y no digamos de los surrealistas franceses) a través de la
obra de los cuales el espíritu del mal de Lautréamont deambuló con frecuencia:
léanse Hinojosa, Aleixandre o García Lorca.
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