Los Tambores de Calanda en la obra de Luis Buñuel

Calanda siempre ha estado presente en la obra de Buñuel. Si ya vimos la repercusión del milagro de Miguel Pellicer en la obra del realizador, los tambores de Calanda no le van a la zaga. Para entender lo que significaron para su persona, nada mejor que leer la descripción que de ellos hace en sus memorias: “Existe en varios pueblos de Aragón una costumbre que tal vez sea única en el mundo, la de los tambores del Viernes Santo. Se tocan tambores en Alcañiz y en Híjar. Pero en ningún sitio, con una fuerza tan misteriosa e irresistible como en Calanda.
Esta costumbre, que se remonta a finales del siglo XVIII, se había perdido hacia 1900. Un cura de Calanda, mosén Vicente Allanegui, la resucitó.
Los tambores de Calanda redoblan sin interrupción, o poco menos, desde el mediodía del Viernes Santo hasta la misma hora del sábado, en conmemoración de las tinieblas que se extendieron sobre la tierra en el instante de la muerte de Cristo, de los terremotos, de las rocas desmoronadas y del velo del templo rasgado de arriba abajo. Es una ceremonia colectiva impresionante, cargada de una extraña emoción, que yo escuché por primera vez desde la cuna, a los dos meses de edad. Después, participé en ella en varias ocasiones, hasta hace pocos años, dando a conocer estos tambores a numerosos amigos que quedaron tan impresionados como yo. En 1980, durante mi último viaje a España, se reunió a varios invitados en un castillo medieval cercano a Madrid y se les ofreció la sorpresa de una alborada de tambores venidos especialmente de Calanda. Entre los invitados figuraban excelentes amigos como Julio Alejandro, Fernando Rey y José Luis Barros. Todos dijeron haberse sentido conmovidos sin saber por qué. Cinco confesaron que incluso habían llorado.
Ignoro qué es lo que provoca esta emoción, comparable a la que a veces nace de la música, Sin duda se debe a las pulsaciones de un ritmo secreto que nos llega del exterior, produciéndonos un estremecimiento físico, exento de toda razón, Mi hijo Jean-Louis realizó un corto, Les tambours de Calanda[1], y yo utilicé ese redoble profundo e inolvidable en varias películas, especialmente en La Edad de oro y Nazarín.
En la época de mi niñez, no habría más de doscientos o trescientos participantes. Hoy son más de mil, con seiscientos o setecientos tambores y cuatrocientos bombos.
Hacia mediodía del Viernes Santo, la multitud se congrega en la plaza de la Iglesia. Todos esperan en silencio, con el tambor en bandolera. Si algún impaciente se adelanta en el redoble, la muchedumbre entera le hace enmudecer.
A la primera campanada de las doce del reloj de la iglesia, un estruendo enorme, como de un gran trueno retumba en todo el pueblo con una fuerza aplastante. Todos los tambores redoblan a la vez. Una emoción indefinible que pronto se convierte en una especie de embriaguez, se apodera de los hombres. Pasan dos horas redoblando así y luego se forma una procesión, llamada El Pregón (el pregón es el tambor oficial, el pregonero) que sale de la plaza principal y da la vuelta al pueblo. Va tanta gente que los últimos aún no han salido de la plaza cuando los primeros ya llegan por el otro lado.
En la procesión van soldados romanos con barba postiza (llamados putuntunes, palabra cuya pronunciación recuerda el ritmo del tambor), centuriones, un general romano y un personaje llamado Longinos, enfundado en una armadura de la Edad Media. Éste, que en principio defiende de los profanadores el cuerpo de Dios, en un momento dado, se bate en duelo con el general romano. Los tambores hacen corro en torno a los dos combatientes. El general romano da media vuelta sobre sí mismo para indicar que está muerto, y entonces Longinos sella el sepulcro sobre el que debe velar.
El Cristo está representado por una imagen que yace en un féretro de cristal. 
Durante toda la procesión, se canta el texto de la Pasión, en el que aparece varias veces la expresión «los pérfidos judíos» que fue suprimida por Juan XXIII.
Hacia las cinco todo se ha consumado. Se observa entonces un momento de silencio y los tambores vuelven a sonar para no callar hasta el día siguiente a mediodía.
Los redobles se rigen por cinco o seis ritmos diferentes que no he olvidado. Cuando dos grupos que siguen ritmos distintos se encuentran al doblar una esquina, se paran frente a frente, y entonces se produce un auténtico duelo de ritmos que puede durar una hora o más. El grupo más débil asume entonces el ritmo del más fuerte.
Los tambores, fenómeno asombroso, arrollador, cósmico, que roza el inconsciente colectivo, hacen temblar el suelo bajo nuestros pies. Basta poner la mano en la pared de una casa para sentirla vibrar. La naturaleza sigue el ritmo de los tambores que se prolonga durante toda la noche. Si alguien se duerme arrullado por el fragor de los redobles, se despierta sobresaltado cuando éstos se alejan abandonándolo.
Al amanecer, la membrana de los tambores se mancha de sangre: las manos sangran de tanto redoblar. Y eso que son manos rudas, de campesino.
El sábado por la mañana, mientras unos conmemoran la subida al Calvario ascendiendo a una colina cercana al pueblo en la que hay un vía-crucis, los demás siguen tocando. A las siete, se reúnen todos para la procesión llamada del Entierro. A la primera campanada de las doce, todos los tambores enmudecen hasta el año siguiente. Pero, incluso después de volver a la vida cotidiana, algunos vecinos de Calanda aún hablan a tirones, siguiendo el ritmo de los tambores dormidos.”[2]
Después de leer esta descripción tan apasionada y vehemente uno comprende plenamente los comentarios que sobre este tema hicieron algunos de sus amigos:
·       Estos toques de los tam­bores tienen diferentes nombres. Hay uno que es creación de Luis. Y Luis le dio nombre. Uno de los toques de tambores es, por ejemplo, la marcha palillera. Y otro que, como digo, es de Luis, es: me la han cascao, me la han cascao. Le encanta esto (canturrea). Le encanta. Este es un toque de los que le gustan. Y le llama él así, el toque del me la han cascao.¿Comprende?[3]
·       En una oca­sión se hizo aquí un disco de la Semana Santa de Calanda, gra­bando todas las saetas, las cadencias, ese canto un poco extraño que a Luis le gusta tanto, el famoso pregón, etcétera. Lo impri­mieron en un disco y lo mandaron allí, a México, a Romualdo. Y en una de las fiestas en que solía reunirse con Luis, puesto de acuerdo de antemano con el maître, en el momento de ir a ser­vir el almuerzo, pues pusieron el disco. Luis, al oír aquel retum­bar de tambores, las voces aquellas que él recordaba tanto, pues, en fin...[4]
·       Recuerdo cuando sacó en México, en mil novecientos cincuenta y nueve, el tambor y comenzó a so­nar. Lloró luego, al oír el disco que le hicieron los amigos y que le enviaron. Hoy ha comenzado a tamborilear en la mesa, cuan­do comíamos. Dice que ha ido desde que tenía dos años, y que el año pasado fue y tocó durante tres horas. Tocan las veinticua­tro horas, hasta sangrar y ensuciar los tambores. Dice Luis, muy ufano, que no es marcha militar, que no se puede marchar con la música de Calanda, que es música primitiva.[5] 
·       Fui allí para darle la sorpresa a Buñuel y traer a todos los tambores en una comida que le dieron en el castillo de Manzanares del Real. Le esperamos en la parte baja, en los pórticos, tocando los tambores y el viejo bajó y se emocionó. Aquello fue increíble y emocionantísimo. Cuando fuimos allí, todo Calanda quería venir, y era un drama tener que escoger.[6]
·       Era una cosa muy extraña. A mí, claro, re­cién llegada a España, me contaban todas estas cosas y yo no comprendía cómo un comunista como él era más católico que los católicos, porque te contaba lo de los tambores y la Sema­na Santa como la cosa más maravillosa: el sufrimiento, la san­gre... Y yo me quedaba un poco trastornada. Luego llegas a entenderlo.[7]
La historia del milagro y los tambores pudieran estar relacionadas en Buñuel. Dice Max Aub: “Pero no acaba ahí la historia. ¿Qué se hizo con la muleta que duran­te los dos años de cojera utilizó Miguel Juan Pellicer? Con su madera se confeccionaron dos pares de palillos para tocar y redoblar los parches de los tambores de Calanda el Viernes Santo en recuerdo de la conmoción y terremoto que siguieron a la muerte de Cristo. Dichos palillos fueron inmediatamente adquiridos por un campesino acomodado del pueblo, de nombre Leonardo Buñuel, evidente antepasado directo de Luis Buñuel Portolés, que los tiene en su poder y que por poder evidente de la Virgen del Pilar, a pesar de todos los vaivenes de la historia, vol­vió a su pueblo natal a tocar el tambor con esos mismos palillos los días de Semana Santa, para que resucite Nuestro Señor. Sé que en su testa­mento deja un par a cada uno de sus hijos, para mayor gloria de España y de Aragón en particular."[8]
Durante los largos años que Luis permaneció fuera de España procuró, siempre que le fue posible, tocar su tambor a la misma hora en que se producía el evento en el pueblo. Puede imaginarse la sorpresa de sus vecinos dada la diferencia horaria existente entre Calanda y Nueva York, Los Ángeles o México.[9]
 Cuando Buñuel utiliza los tambores de Calanda en alguna de sus películas pone su sello personal. Lo hace para acompañar  un momento de crisis de conciencia del personaje. Estos tambores aparecen unas veces de forma directa y otras indirecta. De forma directa los encontramos en:
La edad de oro: Es curioso que en la primera película sonora de Buñuel aparezcan ya los tambores de Calanda, aunque como dice el realizador: no lo tocaron los de Calanda. Para la grabación vinieron los tambores de la Banda Republicana. Eran doce y les enseñé a tocar al modo calandino.[10] Al darse Modot el golpe en la cabeza con el tiesto comienzan a oírse los tambores.
“El golpe (…), cómicamente desencadenado por el encuentro entre la cabeza de Modot y el tiesto de flores, reenvía por el ritmo obsesivo, su monocorde y su parecido con los latidos del corazón, en el mundo arquetípico del inconsciente y de las pulsiones. Acompaña aquí el furor del protagonista, encerrado en su delirio destructor.”[11]
Nazarín: Y cuando este relato desprovisto de acompañamiento musical llega a su término, el redoble del tambor subraya la donación de la piña nos hace más sensibles al hundimiento de las ilusiones de este personaje que, bruscamente, nace a la verdadera vida descubriendo su soledad original, su libertad. Todos los elementos narrativos o poéticos del film convergen hacia esta imagen última, de una belleza límpida.[12]
El sonido de los tambores en el final de Nazarín  realiza una labor desestabilizadora como elemento perturbador, que provoca en el espectador una serie indefinida de sugerencias.[13]
Buñuel señala: Lo que yo sí puse, porque por razones sindicales había que usar alguna músi­ca, fue el redoble de los tambores de Calanda. Y me pareció bien ponerlos por razones de intuición, de sentimiento, no por dar alguna significación.[14]
En Simón del desierto, mientras el anacoreta ve marcharse a los religiosos empiezan a sonar por primera vez los tambores de Calanda, que subrayan en el film sus crisis de soledad. En la escena de la madre hilando, en su nueva soledad, en la única escena nocturna de la película, vuelven a sonar los tambores. [15]
Y de forma indirecta se ha querido ver en otras películas suyas: "Algunos los han percibido implícitamente en Él (cuando Francisco golpea la escalera) y Tristana (el ruido de las muletas de la muchacha en el pasillo al final de la película)."[16]
Cuando Max Aub le señala que las muletas de la coja, dale y dale, como los tambores de Calanda.
Buñuel le responde: Ya estoy de tambores hasta la coronilla[17]
Y Artela Lusuviaga vuelve a insistir: “Porque la película de hecho se acaba con el ruido de las muletas de Tristana, que, aunque diga Buñuel que no, son los tambores de Calanda.”[18]
Los tambores también aparecen en el texto de Buñuel Recuerdos medievales del Bajo Aragón.
El cine fue para Luis Buñuel, sobre todas las cosas, como él mismo escribió, un instrumento de poesía, capaz en sus manos de generar unas imágenes en las que podía latir al unísono la violencia bárbara e inocente de los orígenes –presente en el redoble de los tambores de Calanda-, y un sentido profundo de la piedad.[19]


[1] Se refiere al cortometraje Calanda rodado en 1966.
[2] Luis Buñuel: Mi último suspiro, Plaza & Janés, 1982, pág.26
[3] Repollés, en: Max Aub: Conversaciones con Buñuel, Aguilar, 1985, pág. 217
[4] Repollés, en: Max Aub: Conversaciones con Buñuel, Aguilar, 1985, pág. 210.
[5] Ricardo Muñoz Suay, en: Max Aub: Conversaciones con Buñuel, Aguilar, 1985, pág. 427
[6] Miguel Aldecoa, en: En torno a Buñuel, Cuadernos de la Academia, nº 7-8, agosto 2000, pág. 43
[7] Lucía Bosé, en : En torno a Buñuel, Cuadernos de la Academia, nº 7-8, agosto 2000, pág. 131
[8] Tomado Agustín Sánchez Vidal, en: Luis Buñuel Obra Literaria, Heraldo de Aragón, 1982, págs. 55-56
[9] Pedro Christian García Buñuel: Recordando a Luis Buñuel, Diputación de Zaragoza, 1985, pág. 23
[10] Tomás Pérez Turrent y José de la Colina : Buñuel por Buñuel, Plot, 1993, pág. 32
[11] Claude Murcia: Un chien andalou/L´âge d´or, Nathan, 1994, pág. 79
[12] Freddy Buache: Luis Buñuel, Guadarrama, 1986, pág. 106
[13] Antonio Monegal: Luis Buñuel de la literatura al cine, Anthropos, 1993,pág. 123
[14] Tomás Pérez Turrent y José de la Colina : Buñuel por Buñuel, Plot, 1993, pág. 106
[15] Agustín Sánchez Vidal: Luis Buñuel. Ed. J.C., 1984, pág. 290-91
[16] Agustín Sánchez Vidal: El mundo de Luis Buñuel, Caja de Ahorros de la Inmaculada, 1993, pág.149
[17] Max Aub: Conversaciones con Buñuel, Aguilar, 1985, pág. 146
[18] Artela Lusuviaga, en: Max Aub: Conversaciones con Buñuel, Aguilar, 1985, pág. 476
[19] Víctor Erice : En torno a Buñuel, Cuadernos de la Academia, nº 7-8, agosto 2000, pág. 213

Comentarios

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